Crónicas de una perversión agotada
Carlos Ramón Morales
I
Obviemos el escolástico pleito de la sutil frontera entre la pornografía y el erotismo; nada de eso se piensa cuando uno debe elegir entre una película que "diga algo al espíritu" y otra que sólo sirva para perder el tiempo. Pero a veces uno camina por el centro con el ánimo decadente y nada más fácil que pagar los veinte pesos y sumergirse al Teresa, el Savoy o el Bucareli, donde se congregan una comunidad de siniestros espectadores que en casa se comportan como gatitos. La primera visita a un cine porno suele impresionar: se siente la energía de un centenar de cuerpos ansiosos y de antemano frustrados. Uno planea entonces su estrategia de protección que contempla sentarse en un extremo, buscar la cercanía del espectador con menos cara de pervertido, tener todo listo para huir por si acaso alguno pretende el ligue. Con el tiempo se sabe que sería más peligroso desayunar con una comunidad de evangelistas. El único riesgo es compartir la tristeza del ansia insatisfecha, reconocer la perdedera de tiempo.
Las películas porno de antaño ofrecían una suerte de educación sentimental. A partir de las experiencias eróticas, sentimentales y vivenciales de Emanuelle (Jaeckin,1974), el argumento repetía al adolescente (hombre o mujer, siempre cándidos y bellísimos) que en un lugar exótico (Japón, Brasil, La India, Venecia) conocía personas, técnicas sexuales (alguna de ellas comprende la relación lésbica, pero nunca la homosexual masculina) y aquelarres de sectas que terminaban por revelarle al protagonista su compleja naturaleza sexual. Desnudez sugerida y paisaje exóticos hacían del sexo una actividad que sublimaba a la cotidianidad. Esto se conocía como porno soft, relatos eróticos-existencialistas que proponían una forma cachonda y sabia de vida. La inclusión del porno hard en las salas terminó con las búsquedas existenciales y prefirió concentrarse en pretextos nimios: el plomero que visita la casa de la esposa insatisfecha, los amigos que organizan una fiesta de desenfrenada lujuria y diversión, para exhibir pechos y genitales de la dorada juventud californiana. El añejo silencio hipnotizante de la antigua película soft ha devenido en la carcajada nerviosa del febril hard. Películas para verse en casa, para practicar el fast forward y comentar sobre lo malos actores que son las porno stars cuando se ven forzadas a hablar.
II
Algo similar ocurre con las películas eróticas o pornográficas. Si me preguntan cuál fue la mejor revista literaria de los años sesenta, respondería sin ironía ni afán de escándalo que Caballero, émula de Playboy. Búsquenla en una tienda de revistas atrasadas y compruébenlo: junto con los pictoriales de las caderonas beldades del momento (antes de que el look de la anorexia nos invadiera) venían entrevistas a los narradores del boom, artículos de Gustavo Sainz e Ignacio Solares, adelantos de los libros de Truman Capote, crítica cinematográfica de Leonardo García Tsao, crónicas del infaltable Monsi y hasta extractos de libros nuevos de Marcuse, Sartre o Levi-Strauss. Alta cultura y material galante se combinaban con eficacia, respondían a los ideales sesenteros que propugnaban la libertad sexual como actitud emancipada y revolucionaria. Con el tiempo, la revista Caballero se transformó en el Signore gringo, obsoleta fachada de lo que desde entonces se convirtió en la versión mexicana del Playboy.
La combinación persiste, si bien ha perdido su virulencia. De ser una exitosa fórmula erótico-cultural, Playboy ha devenido en empresa del erotismo light, salpicado de cierta filosofía blandengue que hace de la sexualidad una actividad equivalente a esquiar, adornar motocicletas o coleccionar estampillas. El Playboy Channel ostenta esta senda políticamente correcta, en la que las porno stars justifican su oficio aduciendo a que es una forma saludable y personal de encarar su vida. "Mi esposo y yo tenemos mejores relaciones sexuales desde que me ve tener sexo profesionalmente con otros compañeros de la industria", explica alguna de estas portentosas actrices, y entonces nos hace concebir a la sexualidad como una fórmula de la felicidad que se toma en pastillas, se realiza como rutinas de aerobics, o se inserta en la agenda de trabajo, entre recoger a los niños de la escuela y la cita con el dentista.
III
La pornografía explícita parecería llevar la delantera a posiciones más mesuradas, como la de Playboy. Los tiempos de la sugerencia y el erotismo sinuoso han pasado; se impone la evidencia, el derroche, el exceso sexual sin tapujos ni contemplaciones. La cultura pornográfica se solaza en mostrar, suponiendo que la exhibición cercana y minuciosa de los cuerpos es directamente proporcional a la excitación del espectador. Y en verdad, ser adolescente y hojear una revista pornográfica hard (como Hustler y sus clones) puede representar una experiencia abrumadora, incluso traumática para quien no está preparado para mirar tanta carne junta en tan pocas páginas. Pero basta acostumbrarse un poco para que la perturbación ceda el paso al ridículo. Un pictorial exhibe a treinta nenas de un gimnasio después de su jornada de aerobics, cuando sudorosas y entusiastas se deshacen de sus bodies y se procuran un poco de diversión. ¿Quién podría compartir el entusiasmo de esta camarilla de adolescentes bien dotadas, apiñadas unas sobre otras, en posiciones incomodísimas, dignas de un especial de la revista Muy interesante sobre los adelantos en la oncología cérvico uterina? ¿A quien puede perturbarle y no ganarle la risa, esta exhibición ya no erótica, no pornográfica, sino científicamente genital? Internet colabora con la desmitificación de los excesos, al clasificar en blondie girls, japanese girls, big butts, lesbians, old women lo que debería ser la arbitraria, azarosa, impredecible experiencia del erotismo y la contemplación del cuerpo humano.
IV
No es en balde el éxito que tiene en Internet la nueva corriente de fotos eróticas caseras. Así como los talk shows, o los programas que exhiben a gente común y corriente en su vida (aparentemente) normal (The Real World, The Big Brother, Survivor), el espectador de pornografía parece estar renunciando a la artificiosidad de la pornografía convencional, y reconoce en estas fotos mal tomadas, de personas normales, sin atributos sobresalientes, una fascinación mayor, quizá por lo íntimo, quizá por lo auténtico, por el intento de acercar las fantasías sexuales de los espectadores y los modelos.
Morenos, paliduchos, esmirriados, gorditos: una nueva generación de porno stars se anuncia, más cercanos, más entusiastas. La pornografía realista tiende a presentar gente normal emulando ninfas y efebos, orgullosos de sus miserias y aprendices de nuevas posiciones (cámara de video incluida), que hacen del morbo una parodia divertida y desmitificante.
Todas estas posibilidades hacen de la pornografía una actividad demasiado compleja como para limitarla a la descalificación o el desprestigio. Como las drogas, su mal no está en sí misma, sino en el uso que se le dé. Por otra parte, su parafernalia y su prestigio no pueden sino ser ingenuos: gente haciendo aerobics con muy poca ropa, sudando cantidades y sonriendo estúpidamente frente a la cámara, para mostrar su gusto por estar en un trabajo que les ha de parecer de por sí insufrible.