¿Quiere que su producto se promocione y se venda? ¡Prohíbalo y sea feliz!
Carlos Ramón Morales
A primera leída, no hay idea más atolondrada e irresponsable que la legalización de las drogas. Los argumentos en contra son muchos, y se antojan más coherentes que los razonamientos que puedan darse a favor. Basta leer la mayor parte de los artículos de este número para tener una idea de lo monstruoso que sería un mundo en el que se pudiera conseguir mariguana o cocaína en la tienda de la esquina.
El halo apocalíptico atemoriza, y hasta hace ver a la procuradora Reno y al zar Mac Caffrey como un par de admirables paladines, defensores de la familia, el hogar, las hamburguesas y la salud pública. Tal parece que quienes proponen legalizar y regular el uso de estos venenos, parten más de la ingenuidad y de la pasión, que de un razonamiento sereno.
¿También habrá sido producto de la serenidad la declaración de guerra a las drogas que hizo el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, allá por inicios de la década de los ochenta? Habrá que felicitar al ex actor segundón por tales agallas. Gracias a su política de terror es que se acuñó el lema antidrogas más caricaturizable del mundo (el ambiguo Dí no a las drogas, con todo y error ortográfico en su versión castellana, por el acento en la e hizo boom la industria más compleja, rentable, corruptora y sanguinaria del momento: el narcotráfico. La decisión de atacar a los productores de drogas, en lugar de abordar el problema en los consumidores, ha provocado más muertes de las que las adicciones per se pudieran causar. La prohibición y el combate a las drogas no ha logrado disminuir su consumo, pero sí ha generado violencia e incluso el ultraje de las soberanías de los países latinoamericanos. La guerra contra los productores de drogas ha servido de pretexto para invadir países, condicionar relaciones comerciales y desprestigiar gobiernos y proyectos de democracia. Lo peor de todo es que, un problema que siempre debió haber sido de salud, ha derivado en un conflicto de orden social, político, económico y cultural. Ante la caída del socialismo, Estados Unidos requería de un nuevo enemigo con el que pelearan Rambo y Bruce Willis. Lo encontró en el narcotráfico, y en los países que, ya sea por ser productores o corredores del tráfico de enervantes, año con año son denigrados por el congreso gringo con sus absurdas certificaciones.
Estas reflexiones suelen ser el punto angular desde el que se promueve la legalización de las drogas. La idea de establecer un marco jurídico para la producción, distribución y consumo de drogas no es nueva, viene acompañada de las prohibiciones y de los mismos momentos en que las adicciones han trascendido un sector minoritario para constituirse como un problema de salud social. De hecho, la misma historia ha demostrado que la prohibición de alguna sustancia es la mejor propaganda que se puede hacer para su consumo. Baste recordar la Ley Seca en Estados Unidos: con tan solo prohibir el consumo de bebidas alcohólicas, se creó una mitología en torno a las destilaciones clandestinas, los bares escondidos y las guerras entre las mafias que producían y administraban el licor ilegal. Curiosamente, las épic sicilianas al estilo de El Padrino tienen el origen de su poder en estos dorados momentos. Al amparo de la prohibición se produjo una iconografía mucho más atractiva en los criminales, que en los mismos representantes de la ley que trataban de acabar con los productores ilegales (y si no lo cree, confiese: ¿A poco no le cae mejor Marlon Brando como Don Corleone, que Robert Stack o Kevin Costner como el insufrible Elliot Ness?).Un caso similar es el que sucede en la actualidad con las drogas ilícitas y su combate. Lejos de conseguirse la disminución del consumo, se ha incrementado en cantidades impresionantes, y los mismos narcotraficantes, que deberían ser sujetos dignos de vilipendio y escarnio, han sido publicitados gracias a los noticieros, los corridos y hasta las películas de acción. En estos momentos, las drogas no son sólo sustancias que producen sus efectos en quienes las consumen; también son símbolos de nuestra cultura, referencias obligadas para hablar de espiritualidad, juventud, violencia, hedonismo, rebeldía, movimiento o encuentro con uno mismo. Al momento de elegir entre la delicia de una noche con autos nuevos, chicas lindas, música apabullante y luces de neón, contra los parques floridos en los que juegan los chicos sanos que no consumen drogas, no cuesta trabajo decidirse por el primer escenario. Habría que aceptarlo: los seres humanos tenemos un lado oscuro, no siempre nos agrada la imagen del día de campo con pelotas y sonrisas (mucho menos si es Chelsea Clinton quien juega con nosotros), y el mundo que apoya al consumo de estupefacientes suele ser más atractivo, contiene mensajes de libertad y de elección que el segundo, por más sonrientes que sean los chicos, no logran igualar.
Esto es lo que ha conseguido la prohibición de las drogas: una satanización que, a su vez, produce un halo de rebeldía bastante atractivo. De hecho, no es raro encontrar su apología en las esferas culturales que se precian de ser las más radicales y contestatarias. Baste nombrar a la revista Generación y su número especial dedicado a la mariguana, para darnos cuenta del halo protagónico de la cannabis. Ciertamente se trata de un número informado y con propuestas serias para debatir el tema, pero no deja de tener ese halo de fascinación y apología hacia la hierba. La desinformación sobre el uso, efectos, riesgos y (por qué no decirlo) beneficios de las sustancias adictivas, en lugar de disminuir su uso, lo ha incrementado, gracias a los mitos que se pueden hacer sobre sus verdaderas características. Esto es lo que ha logrado la prohibición. Y cualquier sociedad que se quiera libre, demócrata, justa, sana, debería basarse en información veraz, imparcial, sin apologías, pero también sin satanizaciones. Sólo hasta que los individuos sepan cabalmente qué beneficios y qué riesgos pueden esperar de las sustancias adictivas, podrán formular su elección. Y si es cierto que vivimos en una sociedad libre, tendríamos que pensar más seriamente en esta capacidad de elegir nuestra vida, nuestros riesgos, incluso, nuestra destrucción. O sigamos prohibiendo y penalizando, pero entonces no vengan a hablarme de democracia. Que viva el Estado Sanitario Totalizador. Y en la clandestinidad, y la falta de información, seguirán muriendo muchos ignorantes de sus propias elecciones.